Me gusta el surf porque siempre aprendo algo:
Cuando la vida fluye es imparable.
Ha sido un fin de semana de reencuentro conmigo mismo, con viejas y nuevas amistades y sobre todo, de reencuentro con el océano.
El mar ha vuelto a ser el que siempre fue, su latido ha retomado el compás de primavera y hemos podido compartirlo en buena compañía.
Tardes de arena y sol, de relojes rotos, de lunas y amaneceres.
Porque cuando rompes el reloj, el tiempo pasa más despacio , más intenso y más consciente.
Porque la naturaleza no entiende de horarios. Vive en ciclos, eras, etapas y procesos pero no tiene reloj, ni de cuco ni de pulsera.
La vida no tiene minutero ni campanadas, ni sus agujas pasan dos veces por el mismo sitio.
Al igual que un delfín no saltará dos veces la misma ola, nosotros tampoco. O la remamos, o la dejamo ir en paz.
Se trata de un constante e imparable crecimiento, de una expanción sin fin hasta la orilla, hasta tierra firme.
Noches de vino y rosas, de jovenes y adultos, de risas, de broncas, de paletos y piratas.
Y no cambia, parece que nada cambia, que todo ha estado siempre ahí deseando ser descubierto.
Otras civilizaciones ya llegarón hasta nuestros días, a través de piedras y almas, e incluso hay quien afirma que muy probablemente la primera actividad relacionada con el surf se realizaró en las costas de Perú. Lo desconozco, labor de arqueólogos será descubrir el mensaje de la piedra, lo que sí sé es que aunque no haya olas durante meses, aunque el mar se convirta en un enorme lago muerto, seguiré esperando mi ola.
Mañanas de atardeceres silenciosos, de voces nuevas , de sonrisas y miradas, de DESPERTAR.